viernes, 24 de febrero de 2012

SONRISA DE NAVIDAD (Tercer premio de relatos navideños)

Esta historia no narra las aventuras de un poderoso rey, ni de un valeroso héroe, ni siquiera la de un villano. Cuenta los acontecimientos que sucedieron a un pobre anciano plebeyo, en la villa de Madrid en el siglo XVII, días antes de Navidad. La historia de cómo la vida le devolvió la ilusión de vivir y de amar una vez más, después de haber perdido todo lo que era importante para él. 

Alfonso era su nombre, un hombre que hacía años fue un herrero muy querido por todos en la villa. Siempre ayudaba al que se lo pedía, y nunca se borraba la sonrisa de su rostro, sin importar lo que pasara. Un hombre de condición pobre, pero rico en espíritu.

Pero un día, la cosa empezó a cambiar…



Su mujer enfermó de viruela, y murió al poco tiempo, sola y aislada por iniciativa propia para no contagiar a su familia. Aún así, le quedaba su hijo Héctor, del que estaba muy orgulloso y le apoyaba en sus momentos de debilidad, y su nuera Catalina, una mujer luchadora que ayudaba todo lo que podía en casa.

La vida quiso dar otro duro golpe a este anciano… y a su hijo también. Catalina quedó encinta, y tanto su marido como su suegro esperaban con gran ansia el momento del nacimiento, un suceso que traería alegría de nuevo al hogar, pero en el momento del parto, la cosa se complicó, y tanto la madre como el hijo murieron en el proceso.

Padre e hijo continuaron su vida, apoyándose mutuamente en los momentos duros, pero la sonrisa del anciano iba perdiendo su calor poco a poco.

Las desgracias nunca vienen solas, y para este anciano no iba a ser diferente. Su hijo se hizo soldado, y fue llamado a filas para marchar a la guerra con Portugal.

Ese mismo año, el día de Navidad, un compañero de su hijo volvió de una batalla, malherido, y con una mala noticia… su preciado hijo, el último lazo de felicidad que poseía, cayó en la batalla.

Aquel fatídico día, feliz para muchos que celebraban la Navidad en sus casas con sus familias, fue el fin de la felicidad de Alfonso.

Nunca más volvió a sonreír, nunca volvió a salir de su casa. Todos los días sus amigos y vecinos llamaban a su puerta, pero él no contestaba. Algunos pensaron que habría muerto de pena.

Pero un día vieron cómo salía de la casa, con un aspecto depravado y andrajoso, y cargando un equipaje bastante pequeño. Su cara sólo reflejaba tristeza, abatimiento y furia contenida. Sin decir una palabra, se marchó de la villa.

Cinco largos años pasaron desde aquel día. El anciano había estado viviendo todo este tiempo en una cabaña desvencijada encima de una colina. Nadie sabía si la habitaba alguien, pues no vieron salir ni entrar a ninguna persona. Alfonso solo salía para cazar de vez en cuando, y solo de noche.

Su vida se puede resumir en una palabra: soledad.

Un día, llamaron a su puerta. Él no pensaba contestar. Pero entre los golpes distinguió el llanto de una niña pequeña, y su corazón, aunque endurecido por lo mal que le había tratado la vida, no pudo obviar aquel dolor ajeno.

Abrió la puerta con demasiado ímpetu, y la niña, de unos seis años, ahogó un grito y dejó de llorar de golpe.

Con los ojos aún vidriosos por las lágrimas y con voz aguda dijo:

- ¿Ha visto usted a mi mamá y a mi papá?

El anciano la miró con recelo. Se preguntaba qué hacía una niña tan lejos de la villa y de cualquier zona habitada, la aldea de campesinos más cercana estaba a varias millas de su cabaña.

- ¿Qué haces tan lejos de tu casa, pequeña? -dijo carraspeando, como si no hubiera hablado desde hace mucho tiempo.

- No sé dónde están mis papás…

- Muy bien, te llevaré con ellos y así dejas de molestarme -dijo con brusquedad.

Cogió un abrigo para ponerse y se volvió para marcharse, cuando se dio cuenta de que la pequeña tenía frío, por lo que recogió otro abrigo, y se lo echó encima a la niña.

El abrigo era demasiado grande para ella, así que lo llevaba arrastrándolo por todas partes, pero estaba agradecida por ese gesto.

Fueron caminando largo rato hacia la aldea más cercana, y la niña se iba quedando atrás. Alfonso se paraba de vez en cuando a esperarla, y ella intentaba agarrar su mano para ir juntos, pero él rechazaba todo contacto humano.

“Pronto la dejaré con sus descuidados padres y podré volver a mi casa” -pensaba el anciano.

Cuando por fin llegaron a la aldea, Alfonso fue de casa en casa preguntando si conocían a la niña, pero nadie la había visto antes, así que decidió continuar hacia la siguiente aldea.

- Espera, estoy cansada…

La niña se había caído al suelo intentando seguir los pasos del hombre. Éste, se paró y se sentó en una piedra del camino con cara de enfado.

¿Por qué tenía el que cargar con aquella niña? ¿No había en el mundo alguien menos desdichado que pudiera ocuparse de ella?

Sumido en esos pensamientos, no alcanzó a ver a una mujer menuda que se acercaba a la pequeña y hablaba con ella.

- ¡Oiga, señor! -llamó su atención-. ¿Acaso viaja usted con esta niña?

- Creo que se ha perdido y estoy buscando su hogar. ¿Usted la conoce? -dijo él, acercándose a la mujer.

- Es la hija de mi vecino, y se llama Luz. Una trágica historia la de sus padres -dijo ella con lágrimas en sus ojos-. Los dos han muerto por la peste. Y la chiquilla desapareció sin dejar rastro anoche.

- ¿Y no conoce usted a alguien que se pueda ocupar de ella?

- Sabemos que aquí no tiene más familia, pero bien es sabido que su abuela vive en Sevilla, en casa de unos nobles, como parte del servicio, creo -dijo la mujer.

- ¿Quién podría llevarla? -preguntó, intuyendo la respuesta.

- Yo la llevaría de buen grado, pero tengo que volver a mi aldea, sólo he venido aquí a ver a mis nietos. Y tenemos mucho trabajo en mi aldea. ¿Por qué no la lleva usted buen hombre?

El anciano, resignado, asintió con un brusco movimiento de cabeza. Si quería librarse de la niña, tendría que viajar a Sevilla en busca de la abuela, porque no era capaz de abandonarla sin más.

De vuelta a su cabaña, recogió unos cuantos víveres para el largo viaje que le esperaba hacia Sevilla, y un par de mantas raídas y los pocos maravedíes que poseía desde hace mucho, por si acaso le hacía falta.

Sabía que tendrían que parar muy a menudo, pues viajar con una niña tan pequeña tenía ese inconveniente. Cada dos horas más o menos, hacían una parada.

En una de esas paradas, un carro cargado de semillas pasó por su lado y se detuvo.

- ¿A dónde viaja, señor? -pregunto el hombre del carro.

- Nos dirigimos a Sevilla -dijo sin más.

- Pues será un camino muy largo yendo con esa jovencita a pie. ¿Está buscando trabajo allí?

- No, vamos a buscar a su abuela.

- Entonces no es su nieta… Si quiere le puedo ahorrar parte del camino. No voy a Sevilla, pero os dejaré a dos días de camino si usted tiene a bien subir al carro -ofreció el campesino.

Alfonso aceptó y ayudó a subir a la niña.

Fue un viaje agradable, pero el anciano no cambió de parecer. Se turnaba con el campesino para llevar el carro, mientras él descansaba y jugaba con Luz. Comían de lo que el hombre les ofrecía, sin dejar que Alfonso le pagase nada ni permitía que comieran de lo llevaba en la bolsa, diciendo que lo guardaran para los dos días de viaje que les quedaba.

Pronto llegaron a una bifurcación del camino, y el campesino dijo:

- Bueno, aquí os tengo que dejar.

- Gracias por su amabilidad, señor -contesta el anciano sin mucho convencimiento.

- No hay de qué. Usted lleve a esa chiquilla tan buena sana y salva con su abuela, y daré mi deuda por saldada.

Y partió hacia el este. Luz se despedía de aquel hombre con gran ímpetu, pues se había divertido mucho con él.

Alfonso tomó la mano de ella (algo que hasta a él mismo le sorprendió) y continuaron hacia el sur.

La niña parecía muy feliz cogida de la mano del anciano, que parecía que le estaba tomando algo de cariño.

Fueron a pasar esa noche en un claro no muy alejado del camino, pero resguardado, pues hacía frío y además quería evitar posibles bandidos que anduvieran por la zona.

Por desgracia, los saqueadores peinaban toda la zona esa misma noche, y sabían dónde podrían esconderse sus posibles víctimas. De tal manera, que los pillaron desprevenidos…

Alfonso se lanzó instintivamente hacia la niña, cubriendo su diminuto cuerpo con el suyo.

- ¡Vaya, vaya! El viejo ha sido muy rápido por lo que veo…

Tres bandidos rodearon al anciano, y rieron a carcajadas por el comentario del que parecía ser el jefe.

- Más te valdría cuidar de tu botín que de esa cría -dijo uno de ellos con sorna-. Aunque a esto no se le puede llamar tesoro precisamente -añadió hurgando la bolsa con los víveres y sus escasas monedas.

- Pues librémonos del anciano y cojamos a la niña, tal vez nos darían algo si la vendemos como esclava -sugirió el jefe, lanzando una mirada a Alfonso y después a sus secuaces.

Ambos se abalanzaron sobre el bulto que era el hombre protegiendo a la pequeña, dispuestos a jugar con su víctima antes de matarle.

Se entretuvieron clavándole sus dagas en el costado, en los brazos, y en cualquier sitio donde cabían sus hojas. Pero el anciano ni siquiera gritó, sólo pensaba en proteger a esa cría.

Pronto se cansaron, pues no se divertían si su víctima no gritaba y pedía piedad.

Se disponían a dar el golpe de gracia, apuntando a su corazón con sus dagas mientras su jefe seguía revolviendo en las cosas de los viajeros.

De repente, alguien apareció en el claro, pistola en mano, y disparó a uno de los bandidos que atacaba al anciano, que cayó muerto en el acto.

Acto seguido, desenvainó una espada y agredió al otro bandido, que no tuvo tiempo de recuperarse de la sorpresa, y quedó muy malherido.

El jefe, al verse acorralado, intentó huir, pero su compañero le agarró la pierna al pasar junto a él, pidiendo ayuda.

- ¡Suéltame, sabandija! -dijo el jefe.

Y se soltó del moribundo, pero el atacante misterioso se había puesto frente a él, cortando su huída.

- Un hombre que abandona así a un camarada no merece más que la muerte -dijo el extraño con voz firme y segura.

Tras estas únicas palabras, le atravesó el pecho con su espada.

Se giró hacia el anciano, que se había desmayado, pero que aún así, seguía protegiendo a la niña con su propio cuerpo. Lo cogió en brazos y le pidió a la pequeña que recogiera sus cosas y le acompañara con voz muy amable.

Alfonso despertó en una cama, cubierto de vendas allí donde tenía una herida. La habitación estaba muy bien iluminada, y aunque no era la habitación de un noble, daba la impresión de ser de alguien con alto poder adquisitivo.

- Por fin despierta, señor. Ha pasado toda la noche dormido -dijo el hombre misterioso-. Por cierto, me llamo Luis, soy médico aquí en Sevilla, trato tanto a nobles como a campesinos, por eso me he tomado la molestia de curar sus heridas.

- Muchas gracias… pero no puedo pagarle. Y, ¿dónde está Luz? -preguntó Alfonso.

- ¿La niña? Está con mi mujer en el piso de abajo, almorzando. Se ve que es muy buena chica. ¿A dónde os dirigíais cuando os atacaron?

- Veníamos aquí, en busca de su abuela. No es mi nieta, sólo he venido a llevársela a ella, porque sus padres han fallecido.

El anciano contó toda la historia de la niña, mientras el médico escuchaba sin perderse ni una palabra. Cuando acabó, le preguntó por él y su vida, y Alfonso accedió a contar su historia.

Más tarde, bajaron al comedor y comieron juntos con la mujer de Luis, Rosa, y le indicó cuál podría ser el palacio donde trabajaba la abuela de la niña.

Anciano y niña, se despidieron dándole las gracias en repetidas ocasiones al médico y a su esposa por la ayuda que le habían dado, y se marcharon en busca del palacio.

El camino fue más corto esta vez, tardaron un par de horas en llegar a su destino.

Ante ellos se alzaba un bonito palacio, con una enorme cancela en la que había dos guardias apostados. Se acercaron a ella y preguntaron por la abuela, pero como no sabían su nombre, la niña dijo el nombre de sus padres.

Los dos guardias se quedaron de piedra al escuchar el nombre de la madre, y negaron conocer a esas personas.

Justo en ese momento, un elegante carruaje llegaba al palacio, y se detuvo en la cancela. Una mujer mayor y ataviada de caras vestimentas y joyas asomó la cabeza por la ventanilla del carro.

- ¡Guardias! ¿Qué hacen estos plebeyos en mi palacio? -dijo con voz imponente.

- Perdón, mi señora, estoy buscando a la abuela de esta niña. En Madrid nos dijeron que trabajaba aquí y vinimos en su busca -dijo con un tono humilde Alfonso.

La mujer miró fijamente a la niña, y reconoció sus ojos.

- ¿Y sus padres? -preguntó un poco más calmada.

- Murieron hace poco. Por eso la he traído, para que su abuela se ocupe de ella.

- Pues has venido en vano. ¡No quiero ver cerca de mí a la hija de ese desgraciado que me robó a mi hija! -soltó de repente, sorprendiéndose ella misma de lo que acababa de desvelar-. Ese plebeyo engañó a mi hija para que se fugara con él porque yo no permitía que se casaran… Así que llévatela ahora mismo de aquí o haré que te arresten.

Dicho esto, la mujer volvió a meterse en el carro y entró en el palacio.

Alfonso y Luz volvieron sobre sus pasos, hacia la villa. No tenían donde dormir, y con el dinero que poseía, tal vez no se podría permitir una posada, de modo que se sentaron en mitad de una calle y comieron algo antes de volver a partir de nuevo hacia Madrid.

La noche llegó, y aún seguían plantados en aquella calle sin saber qué hacer, cuando una cara familiar se paró frente a ellos.

Era Luis, el médico, que los reconoció y les preguntó cómo les había ido la cosa. El anciano le contó todo lo sucedido en el palacio, y que no sabían qué hacer a partir de entonces.

Él les ofreció pasar la noche nuevamente en su casa, poniendo como excusa que su mujer hacía demasiada comida para la cena y que no quería que se desperdiciara. No aceptaba un no por respuesta, de modo que los tres regresaron al hogar del médico.

Nada más entrar, el ambiente navideño se hizo patente, tanto que Alfonso preguntó extrañado que qué día era, a lo que la mujer de Luis contestó que era Nochebuena.

Comieron hasta hartarse, rieron y se lo pasaron muy bien. Al finalizar la cena, Luis le propuso que se quedaran a vivir en su casa, pero a cambio de que él se encargara de cuidar a su caballo y le ayudará con alguna de las tareas del hogar, pues sabía que el anciano era demasiado orgulloso como para aceptar quedarse sin dar nada a cambio. También explicó que la niña podría ser enfermera en un futuro y ayudarle en su trabajo.

Alfonso aceptó a regañadientes, pero su corazón parecía querer seguir latiendo más y más, porque había encontrado una nueva familia, porque le había cogido cariño a la cría y porque sabía que ellos la tratarían como la hija que nunca pudieron tener.

Esa fue la primera Navidad en años que el anciano celebró rodeado de seres que le querían y apreciaban…

Muchos años pasaron desde aquella Navidad que tan feliz hizo sentir a Alfonso. Luz ya había cumplido los dieciséis años, y ambos eran muy felices con aquella pareja que tanto cariño les habían dado.

Pero la vida del anciano se acercaba a su fin. Llevaba varios días en cama, enfermo, pero la luz de su mirada infundía calor y ternura.

Aquella dulce joven, que lo miraba entre lágrimas sentada en su cama, le había devuelto algo que creyó perdido. Sabía que su vida se iba, pero estaba orgulloso de haber podido ayudar a esa niña que se presento en su cabaña hace tantos años.

Miró por última vez su rostro empañado en lágrimas, le dijo “te quiero”, cerró sus ojos y dio su último suspiro…

Luz lloró desconsoladamente, pero en el fondo sabía que el anciano había fallecido feliz, porque en su cara seguía estando aquella sonrisa tan bonita, cálida y reconfortante, que puso aquel día de Nochebuena cuando ella, después de la cena, le dijo:

- Te quiero mucho, abuelo…



María José López Peña

No hay comentarios:

Publicar un comentario